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Club Taurino Italiano

El Soro vive una tarde apoteósica

Valencia: 4ª de Fallas

16 marzo 2015

(COLPISA, Barquerito)

Emociones turbulentas y disparadas en la reaparición del torero de Foyos en su plaza de Valencia casi un cuarto de siglo después de su retirada forzosa. Gesta singular. Valencia. 4ª de feria. Lleno. Fresco y soleado Seis toros de Juan Pedro Domecq. El tercero, jugado de sobrero. De muy buena nota primero y cuarto. Muy deslucido el quinto; flojo el sobrero. De interés el segundo, que tuvo su picante. Manejable un bondadoso sexto. El Soro, una oreja y dos vueltas al ruedo. Enrique Ponce, oreja tras aviso y saludos. José María Manzanares, silencio tras un aviso y ovación

 

VEINTIDÓS AÑOS llevaba El Soro esperando el día y la hora de volver a torear en Valencia. Desde 1993. Casi tanto tiempo como el que le tuvieron apartado de los ruedos una gravísima lesión de rodilla y numerosas cirugías. El Soro se sintió con ánimo y valor como para pretender reaparecer en las Fallas de 2014, y en la Feria valenciana de Julio. La empresa lo descartó. El retorno le parecía a cualquiera una temeridad de alto riesgo. En la vecina Játiva, sin embargo, toreó El Soro el pasado agosto la corrida de feria, y salió del trance ileso y con bien. El pasado diciembre volvió a vestirse de luces en su pueblo natal, Foyos, para dar la alternativa a un torero paisano, Rafael de Foyos. Volvió a superar la prueba. Aunque el riesgo y la temeridad seguían latentes, El Soro, que hará en mayo cincuenta y tres años, consiguió por fin anunciarse en estas Fallas de 2015. Y en una corrida estelar:

Ponce cumplía justamente esta tarde sus veinticinco años de alternativa. Manzanares, rigurosamente enlutado –el mismo terno negro y azabache que estrenó la pasada semana en Castellón-, completaba cartel y con el luto volvía a rendir silente homenaje a la memoria de su señor padre, que fue torero de todos los sitios, y por tanto torero de Valencia. Casi tanto como el que más. ¿Toreros de Valencia? El Soro más que ninguno de su quinta. La quinta del 82, la década de los ochenta: de novillero de gran tirón, matador de extraordinaria popularidad, facultades y afición nada comunes, dureza interior, legendario amor propio. El Soro fue torero de todas las ferias durante los primeros diez años de una carrera quebrada justo cuando empezaba a languidecer. De modo que esta reaparición se venía rumiando hacía mucho tiempo, y no solo la estuvo rumiando El Soro. En la plaza, abarrotada, estaban en esta ocasión tan singular todos los soristas de su época de oro, la afición de la comarca de La Huerta –donde Foyos- y mucha gente nueva y joven, afición tierna e incipiente, que no llegó a ver torear a El Soro prácticamente nunca. Tal era la carga sentimental tan de fondo que llevaba dentro la corrida del regreso. Ni el aniversario tan redondo de Ponce, ni el gancho de Manzanares y su sombra. El papel de la corrida y del espectáculo fue El Soro.

Cuando se abrió el portón de cuadrillas, se hizo hueco una ovación de trueno, como una traca, y una docena larga de fotógrafos cercó al protagonista y prescindió de todos los demás. Eso no fue más que el principio. Todo lo devoró El Soro con su presencia sola –entrado en carnes, relativamente ágil si se considera lo mermado de sus facultades, su indisimulable cojera- y, luego, con su actitud: su afán, su ambición, una ilusión contagiosa, desbordante, volcánica. De convidado de piedra, nada. De pobre sentado a la mesa de los poderosos, todavía menos. Y así hasta el final de una corrida que duró casi tres horas -¡tres horas!- sin mayor razón y sin que El Soro tuviera la menor culpa. Sus dos faenas fueron breves, y obligadamente ligeras; la espada entró en los dos turnos bastante a punto y certera, con el descabello la cosa no pasó de un tercer intento, los tercios de banderillas –cinco pares del propio Soro, que cedió a José Manuel Montoliú un par del cuarto toro- se cumplieron con diligencia, y brega y lidia se atuvieron a razón. El genio de El Soro con las banderillas –distintos los cinco pares, sin tomarse ventajas, clavando arriba, tragando toro en las cinco reuniones- levantó a la gente de los asientos y llegó a corearse el “¡Torero, torero, torero!” y un deportivo alirón de “¡Soro, Soro, Soro…!” que rendía honores más que merecidos.

Lo que mejor hizo El Soro fue torear de capa: templarse con los vuelos y a puro huevo con el primer toro desde la salida, quitar por chicuelinas ajustadas y airosas cosidas con navarras, esperar al cuarto a porta gayola sentado en una silla de anea para incorporarse justo a tiempo de librar una larga afarolada, y volver a torear a compás con los vuelos en un par de verónicas anchísimas, preciosas. Los saludos con los brazos en cruz desde los medios –gesto reiterado, conmovedor- se acogieron con ovaciones memorables, y las dos faenas se jalearon muletazo a muletazo con pasión incontenible. Y el destino: los dos toros mejores de una bonita corrida de Juan Pedro Domecq entraron juntos en el lote de El Soro: nobilísimo el primero, más belicoso el cuarto, que lo atropelló y le descosió la taleguilla verde y oro a la altura de la ingle. No hubo agobios. La figura arqueada, huecos abiertos como pequeñas ventanas, El Soro no se dejó tropezar la muleta ni una sola baza, corrió la mano con gracia y encanto, pero también con la maestría o el poso que a los toreros aporta la edad.

Así que, a pesar del despilfarro de emociones, delante de la cara del toro supo pensar, improvisar sin perder la cabeza y sentirse seguramente más feliz que nunca. Dianas floreadas, vueltas al ruedo de las que no se olvidan, un pequeño viaje a la enfermería tras el arrastre del cuarto y una despedida absolutamente apoteósica. Ponce vio pasar casi en blanco la fecha del aniversario: punteó el segundo toro, y le costó más de lo previsto al torero de Chiva; el quinto, molido a capotazos de doma, renegó no poco. Manzanares, muy desafortunado con la espada, se hizo querer en muletazos rehilados en redondo, pero en tramos contados.

 

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