CTI

Club Taurino Italiano

Un abanico de emociones hasta el ronco olé

Javier Hernández

14 de Septiembre

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Plaza de toros de Salamanca. Corrida anunciada como Desafío Ganadero. Tercera de abono. Seis toros de distintas ganaderías corridas en este orden: El Pilar, toro serio de aspecto y de comportamiento que no terminó de romper; El Puerto de San Lorenzo, de gran cuerpo y guapa cara, toro de calidad almibarada, cadencioso, noble y muy aplaudido; Carmen Lorenzo, menudo de cuerpo y desclasado por informal; Carlos Charro, grande, mansurrón y defensivo; Pedraza de Yeltes, de mucho cuerpo, bien lucido por su matador en tres varas que tomó sin renuncia y que todavía dio cierto buen juego en la muleta hasta ser premiado con la vuelta al ruedo; Adelaida Rodríguez, toro de trapío ofensivo y de carácter áspero, que fue a más y que, cuando su matador le pudo, fue agradecido dándose con buen estilo hasta ser muy ovacionado. Antonio Ferrera (azul rey y plata): leve división y palmas. Javier Castaño (blanco y oro): oreja y dos orejas. Eduardo Gallo (verde hoja y oro): palmas tras aviso y dos orejas. Cuadrillas: Destacó el picador Tito Sandoval en el tercio del quinto por su precisión en la ejecución y torería en los cites. También brillaron en la brega Marco Galán y José Luis Barrero y con los palos David Adalid y Fernando Sánchez, de Castaño, y Siro Mingo, de Gallo. Premio al toro más completo y bravo: Ex aequo para Puerto de San Lorenzo y Pedraza de Yeltes. Cerca de media entrada, en tarde nublada, de apacible temperatura y de lluvia intermitente

 

Las emociones a flor de piel. Los cuatro o cinco mil espectadores que acudieron al reclamo del Desafío Ganadero se enamoraron de la calidad almibarada de las embestidas del toro de Puerto de San Lorenzo, aplaudieron el esfuerzo y la ligazón de Castaño, se regocijaron con el tercio de varas de Tito Sandoval y el enorme Pedraza y roncaron por olés con los naturales del asentado y profundo Eduardo Gallo. La diversidad de suertes  y de conceptos que propiciaron la gran conmoción lograda sobre la base de la competencia ganadera de las divisas salmantinas.

La tarde empezó dura, rocosa, fría. Con un toro de trapío superior al que se estila en la charrería, el toro de El Pilar, que fue serio por dentro y por fuera, con un carácter impertérrito y de nada regalar. Obediente, sí. Y humillador, también. Pero sin terminar de empujar con verdad y eso a Ferrera, incómodo siempre, le llevó a bailar sin compás, sin encontrar la forma de comulgar y de medio reunirse. 

El toro del Puerto se encargó de poner el calor y el ritmo, la dulzura tras el agrio inicio. Y fue Gallo el primero en descubrir por recogidas y toreadas chicuelinas la excelencia que regalaba Caraseria en cada arrancada. Tanto se recreó Gallo que fue prendido en la soledad del centro del platillo, con esa angustia de caer a merced hasta que llega un capote salvador. Caraseria, que había salido de naja en la primera vara y se había dormido celoso en la segunda, se dio a Javier Castaño con deleite, un Castaño despierto para dar tiempos, para medir alturas y para trazar limpio ligado. Todavía mejor por el pitón izquierdo, por donde el toro hacía el avión y embestía lento y hasta final de los finales. Una oreja cayó a pesar de un inoportuno pinchazo.

Gallo pechó con el Murube de Carmen Lorenzo, menudo de cuerpo, cien kilos menos de carne que el del Puerto y doscientos menos de clase, si la clase se midiese en kilos. Igual daba una embestida buena que otra soltando la cara. Igual se dormía en el tercer muletazo que disparaba con posta en el primero. Gallo lo domeñó, lo gastó y lo aplastó con autoridad en un arrimón final tan sincero que terminó con su taleguilla desgarrada. Su dilación con el acero enfrió una actuación que caló bajo la lluvia.

Ferrera pechó con el serio zambombo de Carlos Charro. Toro malo, sin gracia alguna, que siempre tiró para chiqueros, que abarcaba para querer arramplar con todo de un pechugazo zancudo. Ferrera se mostró tesonero, consciente de hacerlo con el fin de justificar lo que a todas luces era imposible de lustrar.

Pero saltó el quinto, un enorme toro de Pedraza de Yeltes, colorado encendido, de esqueleto talla grande, de pitón acaramelado largo, prominente en el perfil y cerrando la punta. Toro de impresionar y que se encontró con el perfecto partenaire, hecho a la medida de lo que todo mundo ansiaba ver porque ya se había dado en otros cosos de la lejana Francia. Ese Resistente en los medios y ese Tito Sandoval en la puerta grande, marcando puya en una primera y alegre vara. Más allá del platillo dejó Castaño al de Pedraza, que tras pensarlo y caminar volvió para apretar al preciso Sandoval, torero y sin abusar de castigo, sabedor que a su jefe le gusta el lío. Y el más difícil todavía: más allá del centro, sin picador de guardia (no salió a hacer la puerta porque se preveía que iba a incomodar), y otra vez que fue Resistente a la cita de la vara, esta vez pensándoselo, en tres tiempos, pero rompiendo hacia el peto y arrancando el clamor. La plaza estaba en pie todavía cuando Adalid se cuadró en un par de riesgo y ajuste. Y la papeleta entera para Castaño, que tenía el resto de un toro noble, obediente y que todavía, tras tanto trajinarlo, acometió con más estilo que fuelle. Bien lo administró Javier, en tandas cortas de tres y el de pecho, estos los más sentidos y gráciles. Y un espadazo bien certero que selló su pasaporte a la puerta grande y el honor del pañuelo azul para un buen toro lucido con honores de toro excelso.

Era la emoción máxima, la conversación, la satisfacción general de haber elegido estar presente en este desafío. Todos felices con el espectáculo de Castaño, de su cuadrilla y del Pedraza. No era ser noticia después. Y en estas, un necesitado Eduardo Gallo y un astifino y fino toro negro de Adelaida, un Lisardo que cumplió todos los patrones que marcan al encaste: primero, abanto; agresivo y poderoso, después; y enclasado y agradecido cuando le pudieron hasta darse con clase para el deleite de todos.

¡Cómo lo toreó Gallo! Allá que iba, en los medios, roncando en cada derechazo, finalizando con un derrote arisco capaz de asustar a cualquiera, anunciado que se iba a subir por las barbas de quien pajeara por allí. Fue entonces cuando Gallo apretó nalgas, clavó manoletinas, arrastró la mano, toco preciso y se rompió a torear por abajo autoritario. Un acto de poder. Y los naturales, después. Ya con el torero encajado en los riñones, con la cintura rota y el pecho viajando a compás hasta el final de la embestida. Así dos series de toreo caro. Y el arrimón final, como si pudiese haber más que lo ya vivido. Y un espadazo contundente y desprendido para culminar la obra.

Era el cenit perfecto para el abanico de emociones que había embriagado a la plaza, desde la emoción de la embestida enclasada a la del caballo y su suerte en desuso. Desde las buenas cuadrillas a la conmoción del toreo más caro y clásico del olé ronco.

 

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