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Club Taurino Italiano

Una obra maestra de Morante

Sevilla 26 abril 2023

Barquerito

 

Dos orejas y rabo, Puerta del Príncipe, para premiar un conjunto colosal de capa, muleta y espada con un noble toro de Domingo Hernández. Rivalidad sonada en quites con Juan Ortega

 

Sevilla, 26 abr. (COLPISA, Barquerito)

Sevilla. 10ª de abono. Muy caluroso. Casi lleno. 10. 000 almas. Dos horas y media de función.

Seis toros de Domingo Hernández (Concha Hernández Escolar). Vuelta en el arrastre para el cuarto, “Ligerito”.

Morante, aplausos y dos orejas y rabo. A hombros por la Puerta del Príncipe. Diego Urdiales, silencio tras aviso y ovación. Juan Ortega, ovación y silencio.

Pedro Chocolate le pegó al quinto el puyazo de la feria.

 

El primer toro de Domingo Hernández echó los bofes al cabo de quince viajes, estuvo al borde de la aflicción y ni a puro pulso quiso. El segundo, distraído y casi engallado al salir de suertes, salió a escape tras un pinchazo, barbeó al trote las tablas y murió de manso ejemplar. El tercero fue un caramelo. En quites rivalizaron Juan Ortega y Morante, que se sintió provocado y estimulado.

La plaza se había para entonces puesto en pie dos veces. Primero, para subrayar el saludo a la verónica de Morante a la verónica en el toro que tan pronto se rindió. Lances embraguetados, de los que solo se ven en pinturas taurinas, pero ahora reales, suntuosos, barrocos por su mucho vuelo, cosidos en una madeja de ni se sabe cuántos, siete, ocho o nueve, uno tras otro y en son creciente. Así no había toreado de capa nadie en la feria y casi imposible que vuelva nadie más a torear. Y, luego, para jalear muy a lo grande la etérea lentitud con que Juan Ortega dibujó en el recibo del toro de caramelo la verónica moderna que, en ritmo tan pausado, parece de otro planeta. Un quite por delantales fue, además, versión a cámara lenta de un lance raudo por naturaleza. En su turno, Morante quitó por chicuelinas ceñidas y graciosas, la media fue sencillamente superlativa, y volvieron a ponerse en pie los mismos que acababan se sentarse. Ortega, crecido, replicó por verónicas. No tuvieron el mismo compás. Tampoco ligazón una faena encarecida por muletazos preciosistas. Hasta que se paró el toro, que se llevó al otro mundo el tercio de quites más reñido de la feria. Media corrida para entonces.

Al cuarto le cortó el rabo Morante. Rabo demandado por aclamación plebiscitaria, unánime. El rabo implicaba como tercer trofeo la salida a hombros por la Puerta del Príncipe. La única recompensa posible para un todo fuera de serie: capote, muleta y espada. La perfección, la ambición, la lección, la exhibición. De capa, abundante repertorio: en tablas dos largas afaroladas cobradas en pie y, ya en la raya segunda, sin solución de continuidad, seis verónicas de temple mayúsculo con las que Morante pareció empeñado en defender su trono de capotero principal. Y de remate, dos medias. Una buena, la otra, mejor. Tras el primer puyazo, un quite por tafalleras que tuvo de particular su dibujo en curva y no en línea, como si Morante se envolviera en el lance. Remató con ampulosa revolera. Urdiales, hasta entonces en segundo plano, quitó a la verónica con majeza, buen dibujo, y para sorpresa de todos salió Morante a quitar de nuevo, capote a la espalda, por gaoneras de las viejas, el pecho encunado sobre el lomo del toro, que pareció apagarse. Pero no.

Todavía esperaba la faena del rabo, que fue un compendio de ciencia, valor, torería, belleza, ritmo, inspiración y maestría. De sofocante abundancia y soluciones de auténtica fantasía, sin apenas pausas en las transiciones, porque Morante fue fiel a su canon patrón de los trasteos continuados, en un solo terreno, cambiándose de mano entre una tanda y la siguiente, ligando en el sitio, en el sitio preciso donde el toro no tenía más remedio que tomar engaño y a la altura que quisiera el maestro. Temple puro y a chorro. Ni un enganchón. Pureza. La gracia repajolera del molinete como suerte de recurso y no solo ornamental. Morante buscó la igualada sin ajustarla con los toques de rigor, sino plantándose de frente para trazar una tanda de largos naturales enganchados suavemente, y el de pecho. Fue el momento de mayor ebriedad de la faena. Una estocada hasta el puño. En la agonía se llevó el toro tres muletazos más. Y cuando dobló, rompió el coro del “¡rabo, rabo, rabo!”. El palco no se hizo de rogar. Le dieron la vuelta en el arrastre al toro, la de Morante fue apoteósica, pero sin perder el tiempo, En la puerta del Príncipe ya lo estaban esperando dos centenares de personas. Una locura.

Se acabó ahí la fiesta. El quinto fue el toro de más poder de la corrida, con su gota de fiereza y sus escarbaduras. Urdiales cumplió sin redondear tras una soberbia apertura de doblones, Ortega, tal vez abrumado, muy fino en un galleo por chicuelinas, solo dibujó con un sexto a su aire muletazos aislados de los que cuentan pero no pesan.

 

 

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