La proeza heroica, honda y rota de Abellán
Antonio Lorca
El Pais, 4 octubre 2014
Cuatro toros de Puerto de San Lorenzo y dos (1º y 6º) de La Ventana del Puerto, bien presentados, mansos y sosos; destacaron el primero, noble, y el tercero, muy encastado.
Miguel Abellán: estocada _aviso_ (gran ovación); cuatro pinchazos, casi entera atravesada y un descabello (silencio); tres pinchazos _aviso_ estocada trasera (ovación); un pinchazo y dos descabellos (silencio); estocada (palmas); estocada (ovación de despedida).
Plaza de las Ventas. 4 de octubre. Tercera corrida de la Feria de Otoño. Lleno.
Una proeza heroica; largas secuencias de toreo hondo; un desacierto brutal con las espadas; un hombre dolorido con ese dedo fracturado… Una tarde que pudo ser y no fue, una corrida intermitente y rota en momentos claves; pero, por encima de todo, un torero grande, de los pies a la cabeza, una sensación de madurez, un referente de vergüenza, de torería auténtica… Un lujo que no cuajó en tarde gloriosa, la puerta grande cerrada y canto, y la impresión de que se había vivido un espectáculo diferente, novedoso, emocionante.
Hay que sentirse muy torero en lo más hondo del alma para anunciarse con seis toros en Madrid; hay que estar cuerdamente loco de remate para firmar un documento que te asegura noches de insomnio y pesadillas, que es un cara o cruz para la gloria o la desesperación más aguda. Pero un hombre que da ese paso engrandece la historia del toreo.
Por eso, Madrid se puso en pie para recibir a Miguel Abellán cuando apareció en la puerta de cuadrillas; le obligó a saludar tras el paseíllo, y volvió a ovacionarlo con fuerza antes de que apareciera el sexto de la tarde, cuando el festejo parecía ya vencido y preso de la desilusión. Madrid sabe lo que hay que tener en el corazón para cruzar ese diámetro eterno en solitario, y así lo reconoció antes de que se abriera la puerta de toriles.
Después, no hubo orejas, ni siquiera una solitaria vuelta al ruedo. Y el único culpable fue el torero, superhombre y humano a un tiempo, que erró al aplazar la agonía de su primero, y falló estrepitosamente con el estoque tras la faena majestuosa, desbordante de poderío, hondura y empaque al encastado tercero. Quizá, la tarde se rompió tras la muerte del primero, o, tras el tercero, tal vez, pero lo que parecía que podía ser un trance luminoso se tornó plomizo. Ni siquiera con el capote -esbozo de unas verónicas y dos quites por ajustadas chicuelinas- alcanzó la altura deseada.
No fue, además, una gran corrida de toros, pero, con grandes dosis de sosería y mansedumbre, permitió que el torero se moviera con seguridad y confianza. Así ocurrió con el que abrió plaza, justo de fuerzas y noble, que no acabó de romper en la muleta, pero con el que Abellán se mostró suelto, despierto, fácil y cálido. Inició su labor, elegante, por bajo; se lució en dos tandas de naturales de enorme sabor, destacó, después, con la mano derecha, y cuando la faena estaba hecha, citó de frente con la mano zurda y dibujó unos naturales suaves, torerísimos, extraordinarios. Tras la estocada, permitió que el toro tardara en doblar y los ánimos no alcanzaron el suficiente número de pañuelos que, quién sabe, hubieran cambiado el signo de la tarde.
Después, llegó lo del tercero, un manso distraído, pero noble y muy encastado, que embistió repetidamente a la muleta, humillado y codicioso, y permitió que Abellán bajara la mano, arrastrara la franela y dibujara despaciosamente muletazos largos, hermosos, grandiosos, con ambas manos. Fue una faena apasionada entre un toro fiero y un toreo en sazón, transfigurado en artista supremo. Fueron momentos sensacionales, de esos que suceden de vez en cuando, con la plaza entregada y el toreo en las alturas. Fue, sin duda, un destello de gloria y sensibilidad a flor de piel que el propio torero se encargó de destrozar cuando montó la espada y erró hasta en tres ocasiones hasta dejar una estocada trasera.
A partir de entonces, la tarde ya no fue la misma. Quedaban tres toros, pero el semblante de Abellán era de una tristeza infinita, y, quién sabe, si de un dolor sin medida por ese dedo pulgar izquierdo fracturado y no curado.
Lo intentó, pero las cartas ya estaban echadas. Le pesarían, sin duda, los pinchazos ante el descastado segundo, pero no pudo remontar ante el deslucido cuarto, ni ante el quinto, dificultoso también, y todo estaba roto cuando salió el sexto, a pesar de esa ovación de ánimo de los tendidos. Aún hubo tiempo para gozar con un par de naturales excelsos, pero su labor quedó deslavada e insulsa.
Se deshizo el misterio; otra vez quedó patente la enorme dificultad de un triunfo verdadero ante un toro. Pero cuando Abellán volvió a cruzar el ruedo de las Ventas, sudoroso y triste, estaba claro que por allí iba un torero.