Oreja para Pepe Moral al final de una tarde interminable
Vicente Zabala de la Serna
18 abril 2015
El Mundo
De un solo latigazo, El Cid descompuso todo lo que Curro Robles había tratado de componer con sumo temple en el capote. El bonito toro de Montalvo requería el tacto en su contado poder para que su bondad no se desmoronase. Cid le había volado la verónica con holgura en el saludo y en un quite a favor de querencia. Pero fue la réplica de Daniel Luque la que puso la mayor lentitud en el compás con simplemente dos y media de bello acompañamiento. En banderillas el toro había seguido los vuelos siempre mejor, como antes y como luego, por el izquierdo, mas apuntaba ya hacia los adentros. Alcalareño se desmonteró con los palos; la verdadera labor para destocarse la había hecho Robles en la brega. Todo eso El Cid se lo cargó en un violento pase del desprecio que provocó el volatín estremecedor del ejemplar de Juan Ignacio Pérez-Tabernero: la justa potencia y su limitada bravura se resintieron mucho. Una verdadera pena porque en su interior habitaba una delicada bondad. Al final ya quería irse pese a que el matador de Salteras hacía por arreglar con su zurda lo que había desarreglado. El sexteto seguiría su tónica sin estar a su altura.
El hondo segundo se desfondó a plomo sin que sucediese nada extraordinario más allá de los dos puyazos en la misma yema de Juan Francisco Peña. Luque entremezcló entre las verónicas principales una chicuelina que abrochó con una larga cordobesa. En su turno, insistió por Chicuelo con atragantones valerosos y bruscos. La respuesta de Pepe Moral careció de eco. Y ya no hubo más. El toro cerró la tienda de la bravura en la muleta y se paró por completo. Si la cosa transcurría con una lentitud desesperante, a la hora en punto de corrida devolvieron un tercero de cuartos traseros trémulos. El castaño y recortado sobrero no aportó mucha más vida a una corrida ciertamente mortecina a estas alturas. Pepe Moral hacía lo posible por trazar el natural con el toro quedo y a la defensiva. Las manecillas del reloj se acercaban a las ocho de la tarde. Volvieron a salir los cabestros para llevarse al blando cuarto sin que nadie hiciese por salvarlo. El nuevo toro de reserva, también de Montalvo -qué lejos la corrida de la del año pasado-, se escupió del caballo y manseó todo y más. Pero se centró con obediencia en la muleta del Cid, que le tapó de principio las tentaciones con la muleta siempre puesta en la cara. Otra vez algún pase de pecho tuvo su aquél en medio de la sosería.
Marcaba el reloj las dos horas exactas de funeral como si el tiempo no pasase. Daniel Luque se quedaba plantado de rodillas a la verónica con el quinto toro a su bola; en pie le dibujó a pulso de muñeca suaves lances. El canto de los vencejos le ponía música a la dormida embestida. La Maestranza tomaba forma de bostezo. Luque insistió desde la expresión inicial a la absurda monotonía final. Hasta los areneros se eternizaban en sus labores. A las nueve de la noche apareció el sexto bajo las anaranjadas luces artificiales. Las dos coces que soltó al aire dejaron su sello. Sin contar su falta de fuerza. Sin embargo, en la muleta de Pepe Moral colocó la cara con recorrido aun sin terminar de humillar. Buenos los derechazos encajados de templada mano y enormes los de pecho .Aprovechó en tres series lo que duró el montalvo, que se rajó y marchó a tablas. Al hilo de las mismas se perfiló Moral -que en su apellido se concentraba lo que hacía falta para soportar lo insoportable- con fe y le hundió la espada con rectitud. La gente, desesperada de la nada absoluta, se entregó en la petición de la oreja, que cayó a las nueve y diez como una ilusión ante lo interminable.