Ponce, el hombre que esculpió el toreo
Y Manzanares regresó al oro, al color que conduce de nuevo a la luz. Atrás quedaba el vestido azabache, el quejío desgarrador de una guitarra de lágrimas negras, las coplas por la muerte de su padre. No quedaba tan atrás el ayer por un dolor que nunca termina, en ese paseíllo de estrofa manriqueña donde la vida y la muerte vadean sus límites. Ay, Fernando, querido compañero y amigo, tú también los has cruzado antes de que salga el último toro de la tarde, antes de ver sin luto al torero que ha encumbrado tu Sevilla por esa Puerta del Príncipe en la que nos has dicho hasta pronto. Cada mañana, tu cuadrilla seguirá el lema de tu pasión costalera: «Venga, de frente, valientes».
Y así llegó la terna estrella de La Magdalena, donde ayer un hombre esculpió el toreo, como Juan de Mesa a Dios en esa novela con la que Fernando Carrasco ha colgado el «no hay billetes». Miles de espectadores sucumbieron en Castellón a la magnitud de la obra de Enrique Ponce, escultor de la más inmensa de todas.
Si ya en el primero gustó, en el cuarto cuajó lo imposible. Nada lo es para un torero que vuelve cuando los demás van. Cuestión de una mente privilegiada. Ni el que lo crió hubiese apostado por ese toro, pero como no hay enemigo que se le resista, el sabio de Chiva lo metió en el esportón desde la primera tanda. Cómo sería la lección que hasta el alto del tendido «1», convertido en una sala discotequera, con la gente en pie y de copa en copa, silenció y se ensimismó con la faena. De Pachá al Teatro Real, con una sesión operística de Ponce, tan técnico y tan emotivo a la vez, tan torero en definitiva. Borrachera con «Ropalimpia», sabiendo lo que aplicar en cada momento: desde el temple, el clasicismo y los cambios de mano engarzados, a los molinetes y los faroles más festivos. Y de postre echó las rodillas en tierra cual novillero hambriento de contratos, tan incombustible que sonó un aviso antes de cuadrarse. La estocada no fue perfecta, pero la labor era de dos orejas. Una paseó, al igual que con el que abrió plaza, tan noble como falto de fondo y fuerza -tónica general del desigual conjunto de Cuvillo-, al que tomó el pulso y administró a la perfección en las medias alturas.
José María Manzanares volvía tras un duro calvario, por una pérdida nunca olvidada y una operación de espalda. Otra vez el arco iris en los ternos, aunque despojarse del peso del luto por quien fue y es padre y maestro requiera su tiempo. El necesario que conduce a la libertad, incluso a la de expresión. Con prometedores lances y un personal recorte se expresó en la bienvenida al tercero, al que tomó el ritmo paso a paso y con el que hubo mayor empaque cuando más se soltó y más libre se sintió. Ahí quedaron las pinceladas de un bonito cambio de mano y la manera de andarle para cuadrarlo hasta perfilarse en la distancia y enterrar un espadazo. Cuando afloró la pañolada, una paloma blanca surcó el ruedo, el mismo al que salió un sexto que ni fue claro, ni claro lo vio el matador.
Cuando aupaban en hombros al maestro que esculpió el toreo, la anochecida había pintado el cielo de luctuoso tono. Pero ya no había una paloma: eran dos. Los hombres buenos y de fe permanecen más allá de los recuerdos