El Maestro emérito, el Príncipe destronado y un bicho del Perú
Por Álvaro Acevedo
10 abril 2016
La vida son etapas, me decía hoy una mujer que siempre responde con sonrisas a los golpes del destino. Y como una metáfora de esta vida que nos da y nos quita, tres hombres torearon en la Maestranza marcados indefectiblemente por sus circunstancias.
A Enrique Ponce le veo ya como un maestro emérito, pese a seguir en activo después de tres décadas de contribución a la Fiesta. Fue una delicia verle torear a su primer toro, tan endeble y dulce que hubiera terminado en la ruina si cae en manos de cualquier desalmado. Tuvo suerte: Ponce lo acarició de principio a fin con delicadeza y lentitud, con un gusto exquisito, con la cintura acompañando cada muletazo, con una estética impecable y con una relajación total. A placer. Su faena fue al ralentí, sin la más mínima violencia, basada en el toreo en redondo, adornada con bellos cambios de mano, y epilogada con un excelso toreo ayudado por bajo. La media estocada fue fulminante, y la oreja, merecidísima.
Desde la distancia observo desde hace algún tiempo cómo Manzanares hijo decrece artísticamente. Y posiblemente esté equivocado, pero yo entiendo que, a veces, es bueno detenerse para emprender el camino con más fuerza. Desanimado desde el primer capotazo, sin la convicción de los días de rosas, desperdició un lote de Puerta del Príncipe. Con el primero estuvo correcto, aseado, pero ya no es el niño mimado de Sevilla y la gente lo midió. Y frente al quinto, un bravo ejemplar de Juan Pedro Domecq, quiso de mentira, sin exponer un alamar, y el toro le superó de forma absoluta. Desconozco los motivos por los que salió a saludar desde el tercio. José Mari, príncipe de la Maestranza, ha perdido hoy su trono. Tiene, no obstante, una tarde más para recuperarlo. Suerte y ánimo.
Al otro lado de la frontera, con la hierba en la boca y queriéndose comer el mundo, compareció el peruano Andrés Roca Rey, que es un bicho de cuidado. Sin embargo, la excepcional clase de su primer oponente (aunque de oponente tenía poco) precisaba unas muñecas más lentas, más sabias, más calmadas… El animal no podía con su alma y a Roca Rey no le ha dado tiempo todavía a ser Enrique Ponce, que por cierto le hubiera cortado al toro las dos orejas. Frente al sexto, sin clase ni raza, inició su faena con dos estatuarios tremendos y un emocionante pase por la espalda, para después realizar una apabullante demostración de valor que acabó con una terrible cogida de la que salió maltrecho pero indemne. Y cuando el chaval volvió a la batalla dispuesto a morir, este público moderno, cada vez más bobo y afeminado, le recriminó su heroica actitud preso de pánico. Qué asco me dan los tíos depilados…