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Club Taurino Italiano

México: A Castella le regalan dos orejas de pueblo

Gastòn Ramirez Cuevas

Domingo 2 de noviembre del 2014

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Segunda corrida de la temporada de la Monumental plaza de toros México. Toros: Tres de La Estancia, el primero, el quinto y el sexto. El que abrió plaza era un zapatito y embistió, lo ovacionaron en el arrastre. Los dos últimos fueron unos cornúpetas con apariencia de novillos, feos y mansos. No obstante, al quinto le concedieron un risible arrastre lento. Tres de San Isidro, segundo, tercero y cuarto. Ni uno bravo. El primero de Castella fue manso, el primero de Silveti fue débil y anovillado, y el segundo de Capetillo fue un zambombo sin cara.

Toreros: Guillermo Capetillo, a su primero lo despachó de mala manera con dos pinchazos a la media vuelta y un bajonazo: pitos para el torero y nutridos aplausos al burel. Al cuarto le asestó dos pinchazos tristes, una entera caída y casi una decena de descabellos: aviso y pitos.

Sebastián Castella, al segundo le mató de un pinchazo y una entera caída, atravesada  y trasera: al tercio. A su segundo enemigo le pegó una entra trasera y le dieron –inexplicablemente- dos orejas.

Diego Silveti, al tercero de la tarde le liquidó de dos pinchazos y entera trasera y caída: silencio. Al que cerró plaza le metió tres pinchazos y una entera: silencio.

Los casi diez mil espectadores le tributaron un minuto de aplausos al recuerdo del maestro Manzanares después del paseíllo. Fue el momento más serio y emotivo de la corrida. Eso y la luna torera, atenta a lo poco que ocurría en el ruedo, constituyeron lo memorable del festejo.

No hubo sino un toro bonito y alegre, mismo que fue desperdiciado por Capetillo. Este muchacho del ayer nos vendió una despedida que no fue tal, un día conoceremos las razones del numerito. Guillermo ya no está, como el caballo “Arete” del coronel Mariles, para estos trotes.

El hijo del popular Manuel Capetillo, el que se anunciaba como el mejor muletero del mundo allá en los sesenta, nos hizo abrigar serias esperanzas cuando lanceó primorosamente a la verónica al que abrió plaza. Fue un gusto verle manejar el diminuto capotillo y echar la pata buena alante para templar. Inició su trasteo muleteril con elegantes doblones rodilla en tierra antes de perderse en un marasmo de enganchones, dudas y toreo de expulsión.

La cosa se puso peor en el cuarto, pues aun siendo el morlaco algo asaz despreciable, el fino diestro capitalino sólo pudo provocar pena y lástima en los tendidos. Si bien la banda de música no tocó “Las Golondrinas”, la triste melodía estuvo siempre en la mente de todos los testigos del petardo de Capetillo.

El ídolo de Béziers, Sebastián Castella, contó en todo momento con la aquiescencia del populacho. Se ve que hay una vena francófila muy inexplicable en el público taurino mexicano.

No todo en la labor del torero galo fue para echarlo en saco roto. Así, en su primero, logró un ajustado quite por chicuelinas modernas y nos regaló grandes muletazos por alto y derechazos, mandando y templando. Luego, el bicho se rajó y Castella (o Castela como le llaman los puristas de la tontería) se transformó en el torero zaragatero y valentón que ya aburre en Sevilla y Madrid. Hubo manazos en el testuz y enganchones mil, pero en tablas, junto a toriles, algo que ocasionó una inexplicable algarabía en los paganos.

Al impresentable rumiante de La Estancia que lidió en quinto lugar, Castella le hizo muchas fiestas. Quitó con clase por verónicas y después le instrumentó media docena de muletazos por bajo rodilla en tierra, algo sensacional por hacerlo en un palmo y con profundidad. Los derechazos del principio, los cambios de manos por delante y los largos muletazos de pecho fueron de verdad buenos, pero después monsieur Turzack se nos desajustó y se puso intermitente. Recurrió a las manidas dosantinas y al efectismo con gran éxito, engañando a placer.

El momento más torero de la faena corrió a cargo de uno de sus peones, quien después de que el maestro sufrió un desarme, acudió solícito, desmonterándose para devolverle la muleta a Castella. En eso andaba, cuando el toro le hizo el viaje, y el subalterno, con montera, capote y muleta le pegó una brionesa de escándalo. El francés mató con acierto y el juez le dio las dos orejas más rápidas del oeste por algo que quizá valía una vuelta al ruedo en la mítica plaza de San Pantaleón de las Tuzas.

¿Y qué decir de Diego Silveti? Poco, la verdad. En sus dos anovillados enemigos anduvo sin mucha idea y quitándole con fruición el engaño de la cara a los toritos. De su faena al tercero, justo es mencionar dos naturales hondos y completos, pero nada más.

Al que hizo sexto le pegó un sensacional pase de pecho y el coleta se pegó un arrimón sin sentido ni elegancia.  Al prolongarse el trasteo más de la cuenta, los expertos en la lengua de Molière, le gritaron: Tue la chèvre! O sea: ¡Mata la cabra!  ¿Necesito decirle más, querido lector?

Decía el gran don Antonio Díaz-Cañabate que: “Antaño, para pasar de las capeas a las novilladas, había que rodar mucho, había que vencer los resabios de los toros y la rigurosidad del público y de la crítica. Estos tres principales inconvenientes ya no existen.” Al buen entendedor…

 

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