Miurada compleja, pero cuatro orejas de botín
Pamplona, 14 julio (COLPISA)
Barquerito
Pamplona. 10ª de San Fermín. Veraniego, suave, templado. Tarde luminosa. Casi lleno. 18.000 almas. Dos horas y diez minutos de función.
Seis toros de Miura.
Rafaelillo, oreja y oreja tras un aviso. Javier Castaño, una oreja y saludos. Rubén Pinar, ovación y una oreja.
Picaron bien a segundo y sexto Javier Martín y Agustín Moreno. Buenos pares de Fernando Sánchez.
NO FUE MIURADA FIERA ni sencilla. Promedio de peso en vivo: 620 kilos. Volúmenes muy particulares, pero cada toro de una manera. El segundo, alto, largo y zancudo, se ajustó al canon viejo de la ganadería. Ni gota de grasa, pero el peso preciso del promedio. Y la pinta también: cárdeno gargantillo y bocinero. Hubo en la corrida dos toros de buen son. Este segundo fue uno de los dos. El otro, el sexto, de culata descomunal y motor más engrasado que cualquiera.
Como es norma en Miura, la corrida se movió sin desmayo ni tregua. Pero pasó que el toro de más codicioso fondo, ese zancudo segundo, que metió los riñones en dos varas muy en serio y salió del caballo no molido pero casi, tuvo más espíritu que potencia. De largo vino pronto y franco en la muleta, Javier Castaño le dio distancia y lo toreó templado y despacio en redondo, y en tandas cortas, de tres y el remate. En los remates por alto se indispuso el toro sin descomponerse. Por la mano izquierda no hubo trato. Ya vacío, se apoyó en las manos el toro, que tuvo nobleza. Castaño lo tumbó de una excelente estocada.
El toro de la culata mortera, el último de San Fermín, empujó y se empleó en el caballo como los bravos. Toda la corrida sin excepción empujó en varas. El segundo, con mejor nota que ninguno. Y, después del segundo, ese sexto, largo y cabezón, no solo nalgudo, tan pronto en la muleta como los demás, pero mucho más enterizo, más sencillo de ver dentro de la relativa previsibilidad del miura legítimo. Con ese toro se templó bien Rubén Pinar, que hizo parecer sencillo lo que no era. Aunque solo fuera por la traza y el cabezón tan frentudo y chato, el toro pesaba. Impondría por delante. Y de costado. Y por detrás. Una faena bien pensada y resuelta del torero de Tobarra, que le ha encontrado el cómo a los miuras. Sin aspavientos.
Con el tercero de la tarde, gacho pero paso y engatillado, la cuerna en manillar como de búfalo, toro topón y áspero, de giros de peonza a la defensiva, Rubén anduvo dispuesto y firme, pero reiterativo. De la plaga de las faenas prolijas e interminables no se escapa ya nadie. Ni aunque lo aconseje el sentido común, que fue el caso en ese toro. Dos pinchazos, un desarme, un pitonazo en zona sensible y una estocada tardía. Al notable sexto, en cambio, lo mató Rubén de estocada igual de notable.
Dos estocadas muy difíciles de Rafaelillo, las dos de mérito y rara maestría, cotizaron en lo que se entiende como bolsa de San Fermín. Bolsa de cambio. Las orejas automáticas o bursátiles de Pamplona, que garantizan volver al año siguiente y cuya concesión depende del capricho y arbitrio del concejal de turno en la presidencia. Dos orejas para Rafael. Una y una. La primera, con un miura que atacó de salida en tromba pero se derrumbó y claudicó en la muleta, gracias a un goteo de concesiones del repertorio popular –desplantes y molinetes, molinetes y desplantes- y, en fin, una estocada por el hoyo de las agujas.
Y la segunda, por casi lo mismo, pero no de la misma manera, pues el cuarto miura, único cinqueño del envío, picado muy atrás, larguísimo, balcón formidable, se violentó antes de tiempo. La faena de Rafaelillo fue una exhaustiva porfía cuerpo a cuerpo como en los combates de boxeo en que los puños se enredan sin llegar ni a golpear. Fue agotador. Parecía una temeridad, y no tanto. Hasta que en un gancho de sorpresa el toro hizo presa y le pegó a Rafael una voltereta a traición.
La mayoría estaba merendando o bramando, o las dos cosas a la vez, pero la cogida puso a todos alerta. Rafaelillo se despojó de chaquetilla y chaleco, le colgaba un tirante, parecía sufrir, cojeaba y, en mangas de camisa, volvió a la carga. Ni distancias ni terrenos, ni más lógica que la de parapetarse y marear. Y una estocada imposible y perfecta. El toro rodó sin puntilla en menos de un cuarto de minuto.
La estocada de Castaño a un quinto muy ofensivo, feo de ver, fue de ejecución perfecta. No la colocación: contraria y travesera. Hubo que descabellar. Cinco intentos. Sin premio una pelea tranquila, abierta con toreo sentado. Literalmente, porque el torero se trajo de Salamanca su silla gallista. Como las que gastaba Rafael el Gallo hace poco más de un siglo. Con la cual puso Castaño un día el coliseo romano de Nimes boca abajo. Cinco muletazos por alto, un natural excelente cosido con ellos. Luego, el toro no dejó de soltar tralla, ni de rebrincarse ni de protestar. Llamó la atención la serenidad con que Castaño resolvió. Una idea, algo borrosa, de cómo al toro de Miura hay que tratarlo mejor con guante de seda que con látigo de siete colas.
Antes de soltarse el sexto toro las peñas estallaron de júbilo. La ansiedad incontenible que precede en tres horas al Pobre de mí. Cánticos desgañitados. Por primera vez en toda la semana sonaron a coro las notas de la Marcha Radetzky. Por primera vez en muchos años el sol y la sombra se animaron a hacer la ola. A la puerta de la plaza, como siempre, mil y pico almas esperaban a que se abrieras las puertas para colarse en la fiesta final.
Postada para los intimos:
En el pasillo que lleva de la barra al comedor de El Burladero, frente a la plaza de toros, hay un cartel singular. Una novillada en la Monumental de Sevilla, el 1 de septiembre de 1918. Ganado (novillos-toros) de Ramón Flores, hierro del Duque de Braganza, para Ignacio Sánchez Mejías, Emilio Méndez y Bernardo Casielles. Es un cartel de tipografía, sin ilustraciones, y a solo dos tintas sobre fondo blanco marfil. Los carteles tipográficos pueden ser mejores que los de lujo y color.