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Club Taurino Italiano

Feliz torería de Antonio Ferrera en Sevilla (Andrés Amorós)

ABC, 12 mayo 2014

 

En la Tauromaquia (y en la vida) todos evolucionamos: conviene no detenerse ni ir para atrás sino aprender, mejorar. Hay diestros que se paran, que se vuelven rutinarios; otros, sienten el lógico declive. Unos pocos son los que mejoran su concepto de la lidia y su forma de torear: ésos suelen ser los que más interesan al aficionado exigente.

Así le sucede a Antonio Ferrera: atraviesa, sin la menor duda, el mejor momento de su vida torera. Con diecisiete años de alternativa y muchas cornadas en el cuerpo -quizá sea el diestro actual que más cicatrices tenga- ha cuajado en un lidiador maduro, en sazón. Sevilla, esta tarde, se ha entregado por completo al diestro extremeño, en su segunda faena: una de las mejores de la Feria, sin duda alguna. Tenía las dos orejas en el bolsillo. Poco importa que haya pinchado una vez, antes de agarrar la estocada y el premio se haya reducido a una sola. Bien satisfecho debe de estar Antonio Ferrera de que este público lo haya adoptado así.

Había muchas esperanzas depositadas en esta corrida de Victorino. Para empezar, aprobados los siete toros que envió: como debe ser (pero no suele ser). Todos, cárdenos; cinqueños, los dos primeros, recibidos con aplausos, por su bella estampa. Pero su comportamiento decepcionó: ¿ni Victorino iba a salvarnos, en esta Feria? Felizmente, cuarto y quinto sí han sido buenos toros, con sus cosas: Ferrera lo ha aprovechado plenamente; El Cid, sólo en parte. Fandiño no ha tenido fortuna.

Vayamos por orden. Recibe Ferrera al primero con buenas verónicas, con el compás abierto pero la res flaquea. Un dato significativo: es ahora el único, creo, que realiza el quite auténtico: saca al toro del caballo y sale toreando, como antes se hacía y hoy, por desgracia, como dice la canción, «no se estila». En banderillas, la res espera: Antonio luce no sólo facultades sino sabiduría. En la muleta, el toro no es claro, se orienta, embiste por oleadas. Al comprobarlo, recurre a machetear: lo adecuado, aunque algunos no lo entiendan.

En el segundo, pica bien Manuel Jesús Ruiz Román. El toro humilla, es suave pero reservón, no se entrega. El Cid le saca algunos muletazos pero no llega a confiarse.

El tercero flaquea, se frena, espera, pega arreones y se va. Cuando Fandiño le planta cara, topa, no repite, no transmite emoción. Refugiado en tablas, entra a matar Iván, sin confiarse.

A estas alturas, la Plaza entera está a punto de hacerse el harakiri. Pero sale el cuarto: pica bien Alonso Sánchez. Ferrera da espectáculo con las banderillas: el primer par, con quiebro; el segundo, andándole, hasta llegar muy cerca; el tercero, con doble quiebro, por dentro. Los dos últimos, con mérito y riesgo. Brinda a Litri hijo. El toro -¡laus Deo!- saca la raza que estábamos esperando y el diestro, la torería que ahora tiene: provoca las arrancadas, conduce bien la embestida. Se suceden los naturales lentos, largos, de mano muy baja. Un muletazo que no se acaba nunca pone a la gente de pie. Clava la ayuda en el suelo y todavía dibuja naturales de categoría: una faena clara de dos orejas. En los medios -como antes era frecuente- mata, a la segunda: eso reduce el premio a una oreja.

También resulta manejable el quinto, que El Cid brinda a Emilio Muñoz. Con esfuerzo, consigue ligar derechazos. Descubre luego el magnífico pitón izquierdo y traza naturales de buen estilo pero sin la firmeza que El Cid tenía antes, justamente con esta mano. Ha habido momentos brillantes pero todo acaba diluyéndose, después de muchos muletazos: ¡lástima grande!

El último embiste a saltos: Fandiño se pelea con él, en una estampa que parece de otro siglo. El toro se crece, derriba al picador Manuel Bernal, hiere al caballo. Al último tercio llega muy incierto, brusco, tropieza la muleta. Iván intenta algunos naturales y, cuando el toro se raja, lo mata con guapeza.

Hemos escuchado, prolongado, el último clarinazo de la Feria, mientras pasa una bandada de vencejos. A pesar de los pesares, nos despedimos de Sevilla con tristeza. Desde la terraza, miro una vez más el río. Desde su exilio mexicano, lo cantó el andaluz Pedro Garfias: «Guadalquivir. ¡Ay, río, que se me va! / ¡Ay, tarde que se me escapa!» Pero me consuelo recordando la torería de Antonio Ferrera.

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