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Club Taurino Italiano

Fiesta mayor y triunfal pero sufrida de Juan Bautista

Arles (Francia), 13 septiembre (COLPISA, Barquerito)

2ª de la Feria del Arroz.

El torero de Arles celebra sus quince años de alternativa en corrida de único espada. Botín de cinco orejas y un rabo. La clásica goyesca, con su boato y a plaza casi llena.

Corrida Goyesca. Casi lleno. 10.000 almas. Estival, algo de viento.
Toros de seis hierros distintos. Por orden de lidia, de Puerto de San Lorenzo, Hubert Yonnet, San Mateo, Adolfo Martín, La Quinta y Domingo Hernández. Premiado con la vuelta el de San Mateo, muy noble. Excelente el de Domingo Hernández. Notables los del Puerto y La Quinta.
Juan Bautista, único espada, en conmemoración del XV aniversario de su alternativa. Saludos, silencio, dos orejas tras un aviso, silencio, una oreja y dos orejas y rabo.
Picaron con acierto y valor Paco María, Puchano y Agustín Romero. Buen trabajo de Curro Robles y Pepe Mora en brega y banderillas.
 

EL PRÓLOGO FUE largo y variado. A los sones del intermedio de La Arlesiana –música de Bizet, ópera de ambiente provenzal- hicieron un peculiar paseo hasta trece antiguas reinas de Arles y una décima cuarta, que es la reina en ejercicio. El reinado, simbólico y trienal, es singular: la dama representa a la Provenza rural. Ataviadas con sus elegantes galas y tocados, fueron asomando las reinas una a una y, alineadas a lo largo de la raya de picar, acabaron formando una guardia de honor. Luego, salieron las dos alguacilillas. Y al rato, vestido al modo XVIII de Pedro Romero –terciopelo verde oliva y bordados de oro-, apareció Juan Bautista, que celebraba en su tierra los quince años de alternativa. Quince y dos días. Juan Bautista, sus tres cuadrillas, los areneros, mulilleros y monosabios. Todos en traje de época.

Estaba el anfiteatro lleno. Tarde de verano con rachitas de viento sur. El arquitecto Rudy Ricciotti había decorado el piso de plaza con arenilla dorada y salpicada de lágrimas de brillante latón. Un efecto de magia. El modisto Christian Lacroix hizo pintar de blanco barreras, estribos y burladeros, y solo en éstos se permitió la licencia derespetar el falso marco clásico con un contraste en negro. El propio Lacroix cubrió las tablas y vanos del callejón entre la barrera del ruedo y las de grada con tejidos de muy variados diseños pero todos en la gama del blanco al negro.

El pintor Claude Vaillat creó para Juan Bautista un capote de paseo con fondo blanco y motivos lunares sencillos, seriados y polícromos. De Vaillat fueron también las cortinas de presidencia y del arco de entrada, que son las dos grandes bocas del anfiteatro. Sobrefondo escarlata, los mismos motivos del capote de Juan Bautista, que son seña de identidad de su pintura. El coro arlesiano Voce, la orquestina Chicuelo y la soprano Cecilia Arbel corrieron con el cargo de la música. De modo que el rito integral de la clásica goyesca de Arles cumplió con sus liturgias y su barroca manera.

Hubo, sin embargo, dos inconvenientes imprevistos. El decorado de Ricciotti abusó de enarenar el ruedo, sopló un viento enredado durante la lidia del primero de corrida y se levantaron auténticas cortinas de polvo. Como la niebla del Ródano en invierno. Fueron tan molestas las nubes del siroco que el propio Juan Bautista lo acusó. El toro del Puerto de San Lorenzo, bien picado pero venido muy arriba después de banderillas, algo brusco, aparecía de pronto como una pesadilla: pesó, no fue sencillo, Juan Bautista lo manejó con calma pero sin llegar a romperse y, pasó entre una cosa y otra, que la faena, entorpecida por el viento tanto como por el polvo de oro de Ricciotti, fue de más a menos. Coro, soprano y orquesta la acompañaron de una versión edulcorada y desangeladísima del “Manolete” de Orozco. Una estocada, dos descabellos. El guión contaba con que ese primer toro fuera el primer triunfo de una corrida de único espada. Cierto desencanto inesperado.

Regaron la plaza con esa manga de Arles que parece un resto de la Gran Guerra. Las perlas de Ricciotti se apagaron. Siguió la cosa por su orden. Juan Bautista nunca había matado un toro de Hubert Yonnet y, en homenaje al ganadero, el patriarca de la Camarga recientemente fallecido, decidió hacerlo esta vez. Segundo de la fiesta. Toro zancudo y colorado, incierto, mirón, a media altura y revoltoso. Una tanda enfadada y provocada de Juan Bautista. Una ligera desconfianza. Y un estorbo raro: los forros rizados de las banderillas de lujo no se habían encolado bien y colgaban como serpentinas. Un efecto muy feo. No pasó Juan Bautista con la espada: dos pinchazos y una estocada lagartijera sin puntilla.

Así que al soltarse el tercer toro, un murube de San Mateo (Pedro Capea), debió de sentir Juan Bautista el peso del compromiso. Toro de excelente hechuras y, como buen murube, frío de partida. De las tres cuadrillas preceptivas en estas corridas, una de ellas,la del tercer y sexto toros, era de picadores y banderilleros del país. El picador de turno marró estrepitosamente, fue descabalgado y abandonó el caballo, derribado, a su suerte. La bronca fue de época. Juan Bautista quitó por navarras y prendió tres pares de banderillas. Eso cambió el signo y decidió la suerte de la fiesta.

Despacioso, centrado, encajado, a ratos purísimo, a ratos roto en alardes de trenzas y circulares, Juan Bautista firmó la mejor de las cuatro faenas que pasaron de sobra el fielato de estas pruebas. La música acompañó la cosa con una versión cantada del motivo mayor del Concierto de Aranjuez. Se echó de menos un pasodoble clásico de banda. La música de Bilbao o de Vitoria, por ejemplo. La estocada, recibiendo, fue letal pero de efecto tardío. El toro iba a caer sin puntilla pero estuvo agonizando más de minuto y medio. Juan Bautista acompañó la muerte con un respeto singular. Dos orejas. Vuelta aclamada para el toro, de nobleza infinita.

Pareció quitarse Juan Bautista un peso de encima. Salió suelto y feliz a recibir al cuarto, un toro remangado de Adolfo Martín, muy asaltillado, bien hecho. Lo lidió con primor y rigor Juan Bautista, que lo puso de largo al caballo hasta tres veces; picó de maravilla Puchano –la tercera vara, con el regatón; banderilleó con alegría Curro Robles. Todo parecía perfecto. Diez viajes buenos y serios del toro. Al undécimo, adiós: flojera defensiva, frenazos, un desarme. El gozo en el pozo. Tres pinchazos, dos descabellos. Un fiasco.

Pero hubo final feliz. Final de dos actos. Un quinto toro de La Quinta, precioso, noble con ganas pero un punto frío. Y un trabajo correcto y armónico de Juan Bautista, que pareció en este punto acusar el calor y el gasto de la tarde: la pelea del toro de Yonnet, las reservas del de Adolfo. El polvo que se había tragado. Con la espada atravesó al toro Juan Bautista, que se tiró con ganas y fe. Una oreja a pesar de todo. Y la apoteosis final,¡qué menos! Un toro de Domingo Hernández de soberbio son: todo por abajo, grandes estiradas, nobleza, gas y fondo, repetidor por las dos manos. Y a placer el torero de Arles, particularmente inspirado con la mano izquierda en muletazos larguísimos. Fino en los de la firma y en las trincheras. Y una soberbia estocada recibiendo en los medios. Dos orejas y el rabo. ¡Misión cumplida! Apagadas las quince velas.

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Postada para los íntimos:

Los jardines franceses del hotel Jvllius (se pronuncia Yulius) Cesar no dejaban ver siquiera la fachada. Apenas el frontón, de piedra del paìs, e imitación romana. Cantaba bastante el pegote. Un hotel decimonónico. El salón de café parecía de un balneario. Camareros con guantes, aire veneciano. La decadencia. Pero llegó la crisis y hubo que vender la mitad del jardín al Ayuntamiento. Para que se viera el hotel. Han bajado los precios, no han ganado clientes. En el Bulevar de las Lides (Boulevard des Lices), que es en realidad la carretera de circunvalación de la colina romana, se instalan los sábados varias ferias juntas.
En la arteria sur, la frontal del Julio César, el mercadillo de los sábados: caravanas de comida ambulante, con todos los olores posibles del Mediterráneo pero en torno al arroz sobre toda otra cosa. Se venden quesos de todas las clases, frutas, verduras, leche de yegua, salchichón de caballo, morcillas -no de arroz, que aquí es alimento noble-, crepes de toda condición, aceites de oliva, especies de la Asia remota, dulces de almendra, pates de aceituna y de aves o cerdo o liebre, jabones y perfumes. Tras la cortina del mercado, concurridisimo, aparece el hotel como un espejismo. Está desierto.
Al abrirse el espacio vacio del medio jardín vendido, ha asomado la fachada del antiguo convento de las Carmelitas -la Chapelle de la Charité. El templo es barroco. Desacralizado durante la Revolución (Francesa) como tantos templos de Arles. Altares barrocos, columnas salomónicas, altares de mármol. Suelos alfombrados porque la Revolución profanó las tumbas. Y ahora es una sala de exposiciones que dirige Christian Lacroix.
Lacroix y Clergue, el fotógrafo, son los dos grandes genios vivos de la ciudad. Ilustres, creativos, inagotables. La exposición en curso -estuve ayer- trata del tema casi mitológico de La Arlesiana. De Venus, vamos. Hay una serie de retratos de reinas de Arles de la pintora inglesa Katherine Jebb que son un prodigio. El propio Clergue ha colgado unas cuantas fortos suyas. Una serie de cinco fotos con una sola modela enseña paso a paso como se viste una reina de Arles. Es muy fascinante. De verdad

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