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Club Taurino Italiano

Adiós al "torero de toreros"

Barquerito (Colipsa)

29 octubre 204



Ocho años y medio después de su retirada definitiva del toreo, aislado y retirado por propia voluntad en su finca de Campo Lugar, Cáceres, José María Manzanares fue hallado muerto en su cama a media mañana de ayer. Tenía 61 años. Por inesperada y repentina, la muerte de Manzanares tan en solitario, tan lejos del mundanal ruido, tuvo una suerte de efecto vivificador: la reacción de los toreros -coetáneos, rivales, maestros o discípulos de hasta tres o cuatro generaciones distintas (Pablo Lozano, El Viti, Capea, Roberto Domínguez, Espartaco, Juan Mora, Ponce, El Juli…), banderilleros o picadores, mozos de espada-, la de aficionados cabales y la de algunos de los que fueron sus apoderados en sus treinta y pico años de torero en activo (José Antonio Chopera, Manolo González, Simón Casas…) vino cargada ayer mismo de una emoción y conmoción auténticas. Un reconocimiento sentimental y profesional: del hombre, de la persona, del personaje y, naturalmente, del torero.

Honores rendidos sin la menor reserva que se sintetizan en una frase que en su momento se creó para definir el más singular de los atributos de Manzanares: «torero de toreros». Es decir, espejo en que mirarse los demás. Privilegio de quienes supieron representar la torería mejor que nadie. Torero «en la calle y en la plaza», reza uno de los cánones más exigentes del oficio. Torería natural: la figura misma, la elegancia congénita, la manera de hablar y conducirse, y la de estar en la plaza. Todas esas cualidades, que fueron virtudes precoces, no habrían tenido el peso y el sentido logrados si Manzanares no hubiera sido un torero muy singular dentro del estilo clásico. «El toreo de siempre», suele decirse como elogio indiscutible.

Manzanares fue desde su arranque -apenas temporada y media de novillero con picadores, alternativa en 1972 en su Alicante natal con apenas 19 años- un torero de técnica muy refinada y, como tal, un torero de los catalogados como ‘largos’. Completo con el capote, tanto en el lance de arte como en el toreo de brega; todavía más completo como muletero, temple e instinto por las dos manos, un sentido de la colocación y la medida sobresalientes; estoqueador extraordinario.

Además de ser un torero técnicamente superdotado -su padre y maestro, Pepe Manzanares, fue un banderillero de primer nivel pero prematuramente retirado- Manzanares rompió enseguida como un torero de raro primor pausado y desgarro íntimo a la vez, características que raras veces se han conjugado en un solo artista.

Como todos los toreros artistas o de expresión, Manzanares fue un torero relativamente irregular y, durante una de las cuatro etapas mayores de su larga carrera, excesivamente mercurial, de voluble temperamento. Y, sin embargo, si se traza ahora mismo su perfil de torero, aparece con una claridad y una transparencia nada comunes. Lo propio de los toreros vocacionales, poseídos por la seriedad y los rigores de un oficio frágil pero de exigente disciplina, capaces de crear un estilo propio y reconocible que los propios colegas reconocen como tal. Los toreros creadores: Manzanares fue uno de ellos.

Sin necesidad de ser un revolucionario ni siquiera un reformador, sino tomando la referencia estética de los maestros que admiró: la chicuelina frontal de manos bajas de Puerta y Camino, el toreo en redondo salido de las imágenes de Pepín Martín Vázquez, la espada de Camino, el sedicioso empaque de Antonio Ordóñez, con quien fue comparado muchas veces, la soltura espontánea de Luis Miguel Dominguín, que fue su padrino de alternativa. Don innato de Manzanares: la facilidad y la inteligencia. Y con ellas, y a la par, la seguridad. Torero de instinto.

Lo castigaron muy poco los toros y eso que ha sido, dentro de los de su generación, el de carrera más larga y densa. Torero de todos los mundos, pues a su papel de primera figura en España se unió enseguida, y del primer al último día, el de torero predilecto en Colombia y Ecuador y, desde luego, su carácter de estrella indiscutible de la temporada francesa. La plaza de Manzanares fue, con diferencia, la Maestranza de Sevilla, donde sintió hasta la misma tarde de su despedida un aliento y entendimientos sin parangón posible. Fue ‘torero de Sevilla’. Madrid, en cambio, y pese a ser su plaza de lanzamiento y visado, resultó ser un calvario muchas tardes. Castigado con severidad excepcional y hasta negado por algunos santones de la crítica taurina de los años 80, Manzanares superó esa prueba sin descomponerse ni ofuscarse. Una muestra de carácter.

Antes de que su primogénito y homónimo decidiera finalmente seguir en 2003 su misma aventura profesional, Manzanares -Manzanares padre- había sopesado la posibilidad de seguir en activo algún tiempo más. Hasta los 55 años tal vez. La irrupción de Manzanares hijo, con quien llegó a alternar, le hizo precipitar su retirada. Y, con ella, su apartamiento, que solo rompía para acudir de cuando en cuando para ver torear a su hijo José Mari o a Manolito Manzanares, rejoneador en activo.

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