CTI

Club Taurino Italiano

Juan Bautista y Escribano, a hombros

 

Categórico el torero de Arles que, muy dueño de dos buenos toros, cobra dos estocadas extraordinarias. Triunfo sentimental pero legítimo del torero de Gerena, que, un año después, volvía al escenario donde estuvo a punto de perder la vida

Barquerito (COLIPSA)

21 junio 2017

Alicante. 1ª de Hogueras. Suave verano. 5.000 almas. Dos horas y media de función. Un minuto de silencio en memoria de Iván Fandiño.

Seis toros de Adolfo Martín.

Rafaelillo, silencio y saludos tras un aviso. Juan Bautista, una oreja en cada toro. Manuel Escribano, una oreja en cada toro.

Puchano y Óscar Bernal picaron muy bien a segundo y quinto.

 

LA APERTURA DE Hogueras tuvo una clave sentimental: el regreso de Manuel Escribano a la misma plaza donde, herido de mucha gravedad y casi desangrado al llegar a la enfermería, estuvo a punto de perder la vida hace un año. 25 de junio de 2016. Con una corrida, como entonces, de Adolfo Martín. El valor de un gesto. Quienes estaban en el secreto sacaron al torero de Gerena a saludar antes de soltarse el primer toro. Antes de romperse filas se guardó un minuto –menos de medio- en memoria de Iván Fandiño. A esa misma memoria brindaron Rafaelillo y Juan Bautista sus dos primeros toros.

 

 

Escribano se fue al burladero de los médicos para brindarles la muerte del toro del regreso. Es opinión común que obró un milagro el equipo médico de la plaza de Alicante. Ese brindis provocó la ovación más cerrada de la tarde. La tarde del percance –la cornada más sería del pasado curso sin contar la mortal de Víctor Barrio- Escribano fue cabeza de cartel. Francisco José Palazón y Paco Ureña completaron terna. Palazón convalece todavía de las secuelas de un tumor linfático detectado e intervenido el pasado invierno, pero ya ha vuelto a torear en tentaderos y ayer estaba en una barrera. Escribano le brindó el sexto toro. Quienes reconocieron a Palazón aplaudieron con ganas. Aquella tarde del 25 de junio los fallos con el descabello con un toro que no descubría le costaron a Palazón el castigo de los tres avisos. Todo eso pasó.

 

 

Pasó, además, que la corrida de Adolfo, muy abierta de palas, se pareció bastante a la de hace un año. Entonces saltaron cuatro toros de buena nota, entre ellos el que hirió a Escribano y el de los tres avisos, y dos más. La proporción fue ahora muy similar. Cuatro toros de distintas calidades. Los dos del lote de Juan Bautista: un segundo que se fue apagando y apoyando, y un quinto, venido arriba y de buen compás. Y los dos de Escribano. Un tercero de más cuajo y carnes que ninguno pero menos ofensivo que los demás, bravo en el caballo, pronto y fijo, pero a menos, o siempre a su aire. Y un sexto de docilidad y nobleza mayúsculas, un ramalazo demasiado mansito para tanta excelencia. Parecía el toro del consuelo y la compensación. El lote de Rafaelillo salió complicado: el cuarto, muy brusco y áspero, no hizo más que frenarse, revolverse y topar con genio; el primero metía la cara pero al salir de las reuniones pegaba cabezazos descompuestos. Y regates.

 

 

Rafaelillo no tuvo más opción que el cuerpo a cuerpo con el cuarto y la esgrima del toreo sobre las piernas con el primero. Mal afilado el verduguillo. Juan Bautista armó dos faenas de aparente sencillez pero calado de fondo: puro orden, medida de cada de uno de sus dos toros, los tuvo siempre en la mano, llegó a torear a uno y otro con desmayo, muy despacio, ni un tirón, ni un enganchón. Dos lidias de maestro. Todo parecía muy fácil. No lo era. A toro parado sacó al segundo muletazos de gran gobierno. Con el quinto toreó a placer. Las dos estocadas fueron de premio. No recibió Juan Bautista a ninguno de los toros con la espada, sino que atacó por derecho y jugando la mano del engaño sabiamente. La primera estocada, hasta el puño y sin puntilla. La segunda, todavía mejor. No tardó el toro ni medio minuto en rodar como herido por el rayo. Antes de ese sopapo soberbio, un pinchazo excelente, de los que no estilan. Probablemente en hueso.

 

 

Aparatoso con el capote –mixtura de verónicas y chicuelinas en el recibo, caleserinas caracoleras en un quite-, inseguro o sorprendido en banderillas, Escribano optó en el tercero más por los alardes –miradas al tendido, muchos pases del desdén, molinetes- que por la porfía serena. Eran lógicos los nervios. Al sexto lo saludó con larga cambiada de rodillas en tablas, lo banderilleó con riesgo y seguridad y, al cabo de una larga faena de partida muy tropezada, se acabó entendiendo con el fondo franciscano del sexto. Dos últimas tanda enganchando el toro en su terreno y llevándolo largo con impecable cadencia fueron como un desquite. Las dos estocadas, caídas y con prisas, no contaron a la hora del reparto de premios.

 

 

Postadata para los intimos:

Mientras tomaba en la abigarrada barra del Nou Manolín el riojita con que brindo al llegar a Alicante por Alicante, su gente y su luz, y mientras esperaba a hacerme un hueco para tomarlo, comprobé -encuesta a pe de calle, digamos- que la mitad de las mujeres se tiñen el pelo, y mucho, porque se nota, y que la mitad de los hombres usan gomina en abundancia, tal vez herencia una cosa y otra de las remotas raíces fenicias de la ciudad y su comarca. 

 
Dos notas más: las que se tiñen y los que abusan del fijador no se relacionan entre si. Una chocante conclusión. Pero todos devoran las delicias de la barra del Manolín. En dos gigantescos cuencos de cerámica de Talavera, entre sonoros cubos de hielos, montañas de carabineros y cigalas. Separados los unos de las otras. El color de los crustáceos es inimitable. He visto que un goloso, después de pelar y descabezar un carabinero, regaba con el jugo de la cola y la cabeza el resto de la carne blanca. La cigala es más seca. Y creo que más elegante. Esas pinzas, esas pinzas...
 
Lo que distingue al Panteón de Quijano,el jardín memorial junto a la plaza de toros, son las buganvillas, armadas y domadas como arcos triunfales. Otro color. La gama del carabinero, no de la cigala. En el Azul, camino de la plaza para acreditarme, una horchata memorable. A mediodía. Antes de llegar al Azul, calle de Calderón, que sube desde el mercado hasta la Plaza de España -donde la de toros-, observé que una peluquería de señoras estaba abierta de par en par. Dos parroquianas había salido a fumar con toallas en los hombros y el pelo pegado a la cabeza. Se lo estaban tiñendo.
 
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