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Manuel Benitez El Cordobés, Medalla de las Bellas Artes

 

De califa a excelentísimo

por Alvaro Rodriguez del Moral

Publicado el 9 de febrero de 2015 en la edición impresa de El Correo de Andalucía.
http://blogs.elcorreoweb.es/latardecolgadaaunhombro

 

Manuel Benítez recibirá la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes. El aura de su figura -mito indiscutible de la España del desarrollismo- se acrecienta con el tiempo

 

 

El Benítez, intacto en forma y carisma a punto de cumplir los 80 años, ya tenía el título que mejor le identifica. No hacía falta aquella abracadante ceremonia organizada en Córdoba para saber que el legendario Renco era Califa del toreo por derecho propio. El Cordobés seguía la misma estela que marcaron Lagartijo el Grande, Guerrita y Manolete pero a partir de ahora podrá presumir de excelentísimo señor. Es el tratamiento que corresponde a la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes que le ha concedido el Consejo de Ministros reivindicando la relevancia taurina y la trascendencia social de un mito que sirve de icono a la España de los 60.

 

Hace casi un año aún se echó a las espaldas el renqueante festival de la Asociación del Cáncer de Córdoba. El festejo necesitaba un revulsivo y el viejo Califa se metió en el campo y el gimnasio sabiendo todo lo que se jugaba. Formó un auténtico lío y borró del mapa a sus compañeros que le sacaron, rendidos e incrédulos, por la Puerta de los Califas. Fue en la misma plaza -este año se conmemoran sus Bodas de Oro- que él mismo había inaugurado en la yema de la década prodigiosa que dejaba atrás la escala de grises y empezaba a retratarse en color en carretes Kodak.

 

El Cordobés ya era una figura antes de tomar la alternativa que le concedió Antonio Bienvenida en el viejo coso cordobés de Los Tejares en 1963. Dos raquíticas palmeras -que han escapado de la voracidad del picudo rojo- son los únicos vestigios de aquella plaza que acabaría engullida por Galerías Preciados. Pero ese lejanísimo 25 de mayo se certificaba que todo estaba mutando, no sólo en el toreo. La marea de cambios no fue ajena ni a la propia Iglesia Católica, que clausuraría el Concilio Vaticano II sólo diez días después de la alternativa de Benítez. Las casualidades nos sirven para trazar interesantes paralelismos: el concilio de Roma se había convocado a la vez que aquel ratero de Palma del Río iniciaba su égira de don nadie en busca de una gloria que tardaría aún en llegar. El correcaminos retratado literariamente por Lapierre y Collins parecía predestinado a la miseria. Benítez tenía tomada la firme decisión de marchar a trabajar a Francia como emigrante. Ya se había tirado de espontáneo aquí y allí; había vivido el submundo de las capeas y hasta se había vestido de luces sin demasiada fortuna por pueblos sin nombre viendo morir a un compañero de fatigas después de ser corneado por el novillo que le había herido a él mismo en Loeches.

 

Un encuentro providencial cambiaría la vida del incipiente torero para dibujar una de las imágenes más inconfundibles de la España de los años 60. Rafael Sánchez El Pipo sería el encargado de modelar el personaje, aprovechando y dramatizando la extracción humilde del antiguo Renco; su condición de ratero ocasional, de buscavidas en esos caminos polvorientos de una España que ya no existe. El Pipo será el encargado de bautizarle como El Cordobés. Lo saca en Córdoba, lo lleva a torear al palacio del Pardo en un festival invernal y hasta le convierte en actor de cine y portada reincidente de la revista Life.

 

El Cordobés llegó a compar una avioneta para completar aquellas temporadas que pulverizarían todos los records. Se le llegó a acusar de abusos pero mantuvo intacto su tirón hasta el punto de provocar una peregrinación de empresarios a su finca de Villalobillos ante el amago de una retirada que no se produjo. Los empresarios firmaron su continuidad -y la elevación de su caché- en la almohada que le había servido de consejera. Después llegaría la guerrilla, las idas y venidas de los 90… El rostro del Cordobés pertenece por derecho propio a un retablo de imágenes en el que figuran el Seiscientos, la Costa del Sol, el apartamento de Benidorm o la popularización de la incipiente Televisión Española. Pero ese carisma, su rol de icono de la década prodigiosa, no puede enmascarar su valía como gran torero, que va mucho más allá de esas formas iconoclastas que enardecían a los públicos que llenaban las plazas para verle mientras los puristas -como siempre- se rasgaban las vestiduras.

 

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